La aventura dio comienzo desde nuestras seguridades, nuestro hogar, pero empujados y enraizados como un fuerte lazo nos unimos, ayudados por los nuestros, los más cercanos. Aquel avión dejó una estela en el cielo, donde se iban esfumando nuestras comodidades y se iba dibujando una pequeña historia de amistad. Horas interminables que se hicieron más que ligeras junto al otro, el grupo ya empezaba a dar señales de vida. Contemplar la belleza del Cuerno de Oro desde las nubes y sus mezquitas, hizo de Estambul, un pequeño cuadro en nuestros ojos, asombrados bajamos a tierra, para disponernos en la siguiente travesía nocturna; ahora hacia el corazón de África.

Pisar la tierra del origen de la humanidad, aquella tierra maltratada, desposeída de tanto, que ahora nos acogía con los brazos de los hermanos: Sthepen, Mike y Sam. Los primeros miedos de ocho occidentales, con sus rectas mentalidades hicieron su aparición en aquella furgoneta amarilla, cuyos movimientos parecían ser el de un elefante enfadado. Atravesar Nairobi para dirigirnos a un lugar desconocido por las guías de viaje, pero que con los días sería nuestro hogar: Karemeno.

De la noche, nació el día y nuestros ojos de niño, pudieron ver la grandeza de África. Arropados, pegados unos a otros, frío y a la vez calor, todo necesario para llegar a conocer la riqueza de Kenia: sus hijos, aquellos que la vida ahora nos daba la oportunidad de conocer en nuestro destino.

Nuestra casa, nos cobijó en las primeras horas del alba. Como una familia establecimos espacios y un gran salón para nuestras tertulias y juegos nocturnos. Saciados y prendados por tal acogida, sentimos que daban todo lo que tenían, su comida, su esfuerzo y trabajo. Excelentes platos, bendecidos antes por nuestra oración, dando gracias siempre a Él por los bienes recibidos. Del alimento de cuerpo, pasamos al alimento del alma. Introducidos en su mundo, su cultura, su música, quedamos admirados, fortalecidos al asistir, a la gran fiesta de su Eucaristía. Fuimos presentados y Emilio hizo eco de la alegría de cada uno de nosotros.

Estas líneas no tendrían tanto sentido, si dejara en la pluma nuestro proyecto. Una nueva casa para una familia. De aquel pastizal duro, lleno de raíces, su tierra roja y seca, fuimos dándonos para ir cimentando el nuevo hogar y a la vez nuestras relaciones, pues sirve a día de hoy como campo de trabajo y de limar asperezas. No fue una tarea fácil establecer aquella base. El sudor, el calor ecuatorial, los vientos de los Aberdare se unían a los múltiples esfuerzos por ahondar más en la tierra, que se nos presentaba como imposible. Gracias a todos pudimos, ya fuera cantando, bailando o cavando. Nuestros compañeros de fatigas, los lugareños empezaron a encontrar sentido a nuestro trabajo, estableciéndose así una unión de pueblos y sentidos, rompiendo los límites de lengua y cultura.

Los niños son la riqueza de Kenia, es el verdadero oro que debe aquilatarse. Sus miradas son tan profundas como diversas, unas nos muestran unos ojos de valor, fortaleza y juventud como las de nuestro colegio de Karemeno, pero otros pobreza, soledad y tristeza en los caminos hacia Nyeri dónde pasamos una jornada entrañable conociendo la realidad de una ciudad del continente y New City, el pequeño poblado de agricultores, pastores y pequeños comerciantes.

Sabemos que es en el encuentro con el Otro, dónde está el verdadero sentido de nuestra estancia, ya sea con los hermanos que nos acompañan y nos han dado su casa, los trabajadores que conviven y son testigos de nuestro sudor y nosotros de sus realidades, los niños que corren, sonríen, nos buscan y se esconden entre las acacias, pero ante todo está ese encuentro en el amor entre nosotros, la unión y la fortaleza para seguir haciendo lo que Él tiene preparado para cada uno.